martes, 1 de septiembre de 2015

Viento

Me cansé de esa nube. Suelo cansarme de todo. Me canso de soplar las velas de los barcos para llevarlos a tierra, de girar molinos... Ya no estaba inspirado como para esculpir en algodón, y despeinar a las doncellas enamoradas no me parecía tan gracioso. Había perdido las ganas de soplar, y todos lo notaron.
Sin embargo, un día la vi, reinando un árbol cerca de un acantilado que daba al mar. No reinaba en lo alto. Ni estaba en las ramas bajas para que cualquier animal la cogiera. No sobresalía, pero a la vez podía verla a la legua.
Esa tarde de verano, con el sol tapándose en la mar, sople con más fuerza que nunca, y me llevé al menos un centenar de hojas. La perdí un segundo. Solo un segundo en la caída al mar.
La cogí y la envolví en mi abrazo etéreo, acaricié su suave borde y ascendimos en el cielo. Desde atrás nos seguían algunas hojas empujadas por mi exceso de fuerza. Era una mezcla de índigo, verde y bermellón.
Poco a poco las demás se fueron separando de nosotros y cayendo al mar, pero yo me preocupaba solo por ella, y la llevaba rumbo al sol.
Tal como el día fue acabando por mucho que persiguiéramos al sol, por mucho que la levantase acabaría ella cayendo. Yo ya lo sabía. Siempre pasaba. No pude más que dedicarme a la despedida, y con sumo cuidado, entre mis volátiles brazos, la acuné, y la fui bajando entre caricias, tratando de memorizar sus fibras. Por último, cuando no quedaba mas de un palmo para tocar el mar, la acerqué a mis labios, y con alta sutileza, la besé, y salió volando, despedida hacia el sol. Me quedé allí un rato, observando como giraba sobre el mar, y caía poco a poco. Luego seguí su navegar durante unos minutos. Soplé, y las olas se la llevaron; y me fui a jugar con las nubes, y a despeinar doncellas.

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