Escrito en octubre de 2013 por mí mismo. Aún tenía muchas cosas que pulir...
En la villa de la noche perpetua nunca sale el sol. Se respira humedad, siempre hace
algo de frío y las nubes cubren el cielo eternamente. La luna brilla en lo alto, tras las
nubes, dando un ambiente fantasmagórico al pueblo. Los edificios, tintados en gris y
adornados con grietas y telarañas, se alzan al cielo, aunque no muy altos, de una
planta o dos. El más alto de los edificios es la torre del reloj, con una amplia terraza,
sobre la cual descansan cuatro gárgolas majestuosas, grises y temibles. El reloj,
parado desde antaño, marcaba las 12:55, quizá de la noche, aunque nadie lo sabe. En
los campos, ya podridos, los espantapájaros danzaban al son de la ruidosa y molesta
canción que gritaban los cuervos. Movían sus larguiruchas piernas, y agitaban
enérgicamente sus brazos, componiendo movimientos graciosos pero sin duda,
terroríficos.
En la plaza, situada en el centro de la villa, junto a la torre del reloj, había algunos
bancos, grises, como todo, quizá por el polvo, quizá que eran así. En el centro de la
plaza había una fuente con la escultura de una mujer que portaba un cántaro, de
donde salía el agua. Con el tiempo la estatua se llenó de musgo y uno de los brazos
se rompió, haciendo que le faltase todo el antebrazo. El agua salía verdosa, cual
veneno, contaminada por la soledad.
Y allí, en uno de los bancos, estaba el, con las piernas recogidas entre sus brazos,
asustado y triste.
-Me pregunto si volverá...
Un día él estuvo enamorado, y aun lo está. Un día la persona que amaba se fue, y no
volvió, por eso recuerda en ese banco los días en que el sol brillaba, las flores
invadían el campo y pequeños gorriones cantaban. Los días en los que subían a la
torre del reloj a contemplar la puesta de sol, los días en que el reloj aún se movía.
Todo eso se fue junto a ella, se paró el tiempo, todo envejeció y la noche invadió el
lugar. Jamás podrá olvidarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario