miércoles, 2 de septiembre de 2015

Jax y la Luna (El temor de un hombre sabio, de Patrick Rothfuss)

   Una vez, hace mucho tiempo y muy lejos de aquí, había un niño llamado Jax que se enamoró de la Luna.
   Cualquiera que viese a Jax se daba cuenta de que aquel niño no era como los demás. Nunca jugaba. Nunca corría por ahí armando alboroto. Y nunca se reía, decía la gente. Algunos opinaban que el problema era que nunca había tenido padres. Otros aseguraban que tenía una gota de sangre feérica en las venas y que eso impedía a su corazón conocer la dicha.
   Jax tenía mala suerte, eso no podía negarse. Cuando conseguía una camisa nueva, se le hacía un agujero. Si le regalabas un dulce, se le caía al suelo.
   Algunos afirmaban que el niño había nacido con mala estrella, que estaba maldito, que había un demonio que habitaba su sombra. Otros sentían lástima por él, pero no la suficiente para tomarse la molestia de ayudarlo.
   Un día, un calderero llegó por el camino hasta la casa de Jax. Fue extraño, porque el camino estaba roto, y por eso nadie lo utilizaba.
- ¡Hola chico! -gritó el calderero apoyándose en su bastón- ¿Tienes un poco de agua para un anciano?.
   Jax le llevo agua en una jarra de arcilla resquebrajada. El calderero bebió y bajó la vista para ver al niño.
- No pareces muy feliz, hijo. ¿Qué te pasa?
- No me pasa nada -respondió Jax-. Me parece a mí que uno necesita algo para ser feliz, y yo no tengo nada..
   Lo dijo con una voz tan monótona y con tanta resignación que le partió el corazón al calderero.
- Creo que en mis fardos tengo algo que te hará feliz -le dijo al chico-. ¿Qué me dices?.
- Te digo que si me haces feliz, te estaré muy agradecido -contestó Jax-. Pero no tengo dinero para pagarte, ni un sólo penique que dar, prestar o regalar.
- Pues eso va a ser un problema -repuso el calderero-. Porque lo mío es un negocio, no sé si me explico.
- Si encuentras en tus fardos algo capaz de hacerme feliz -dijo Jax-, te daré mi casa. Es vieja y está rota, pero tiene algún valor.
   El calderero contempló la casa, vieja y enorme. Era casi una mansión.
- Sí, ya lo creo-dijo.
   Entonces Jax miró al calderero, se puso serio y dijo:
- Y si no puedes hacerme feliz, ¿qué hacemos?. ¿Me darás los fardos que llevas colgados a la espalda, el bastón que llevas en la mano y el sombrero que te cubre la cabeza?.
   Al calderero le gustaban las apuestas, y sabía reconocer una provechosa. Además, sus fardos estaban llenos a rebosar de tesoros traídos de los Cuatro Rincones, y estaba convencido de que podría impresionar a aquel crío.  Así que aceptó el envite y se estrecharon las manos.
   Primero el calderero sacó una bolsa de canicas de todos los colores del arco iris. Pero no hicieron feliz a Jax. El calderero sacó un boliche. Pero tampoco hizo feliz a Jax.
   El calderero rebuscó en el primer fardo. Estaba lleno de cosas normales que habrían gustado a cualquier niño normal. Dados, títeres, una navaja, una pelota de goma. Pero nada de aquello hacía feliz a Jax.
   Así que el calderero buscó su segundo fardo, que contenía cosas más raras. Un soldadito que desfilaba si le dabas cuerda. Un estuche de pinturas con cuatro pinceles de distinto grosor. Un libro de secretos. Un trozo de hierro caído del cielo...
   Así siguieron todo el día y hasta muy entrada la noche, y al final el calderero empezó a preocuparse. No le preocupaba perder su bastón. Pero se ganaba la vida con sus fardos, y le tenía mucho cariño a su sombrero.
   Al final comprendió que iba a tener que abrir su tercer fardo. Era pequeño, y dentro únicamente había tres objetos. Pero eran cosas que el calderero sólo enseñaba a sus clientes más acaudalados. Cada uno de ellos valía mucho más que una casa rota. Sin embargo, el calderero pensó que era mejor perder uno que perderlo todo, incluido el sombrero.
   Cuando el calderero estaba cogiendo su tercer fardo, Jax señaló y dijo:
- ¿Qué es eso?
- Son unos anteojos -respondió el calderero-. Son un segundo par de ojos que te ayudan a ver mejor. -Los cogió y se los puso en la cara a Jax-.
   Jax miró alrededor.
- Lo veo todo igual -dijo. Entonces alzó la vista-. ¿Qué es eso?.
- Eso son las estrellas -contestó el calderero.
- Nunca las había visto. -Se dio la vuelta mirando al cielo. Entonces se paró en seco-. ¿Qué es eso?.
- Eso es la luna -contestó el calderero.
- Creo que eso sí me haría feliz -dijo Jax.
- Estupendo -dijo el calderero, aliviado-. Ya tienes tus anteojos...
- Contemplarla no me hace feliz -aclaró Jax-. Contemplar mi comida no me quita el hambre. La quiero. La quiero para mí.
- No puedo darte la luna -dijo el calderero-. No es mía. Es dueña de sí misma.
- Sólo me sirve la luna -insistió Jax.
_ En ese caso no pudo ayudarte -dijo el calderero exhalando un hondo suspiro-. Mis fardos y todo lo que contienen son tuyos.
   Jax asintió con la cabeza, aunque sin sonreír.
- Y aquí tienes mi bastón. Un bastón sólido y resistente, te lo aseguro.
   Jax lo cogió.
- ¿Te importaría... -dijo el calderero de mala gana- dejarme conservar el sombrero?. Le tengo mucho cariño...
- Ahora me pertenece -repuso Jax-. si tanto cariño le tienes, no deberías habértelo jugado.
   El calderero le entregó el sombrero frunciendo el ceño.
   Jax se caló el sombrero, cogió el bastón y recogió los fardos del calderero. Cuando encontró el tercero, que el calderero todavía no había abierto, preguntó:
- ¿Qué hay en este?.
- Una cosa para que te atragantes -le espetó el calderero-.
- No deberías enfadarte por un sombrero -le dijo el chico-. Yo lo necesito más que tú. Voy a tener que caminar mucho para encontrar la luna y hacerla mía.
- Pero si no me hubieras quitado el sombrero, quizá te habría ayudado a atraparla -replicó el calderero.
- Puedes quedarte mi casa rota -dijo Jax-. Eso ya es algo. Aunque tendrás que arreglarla tú.
   Jax se puso los anteojos y echó a andar por el camino en dirección a la luna. Caminó toda la noche, y sólo paró cuando la luna se perdió de vista detrás de las montañas.
   Y Jax caminó un día tras otro, buscando sin descanso...
   A Jax no le costó mucho seguir a la luna porque en aquella época la luna estaba siempre llena. Colgaba en el cielo, redonda como una taza, reluciente como una vela, inalterable.
   Jax caminó día tras día hasta que le salieron ampollas en los pies. Caminó meses y meses soportando el peso de sus fardos. Caminó años y años y se hizo alto y delgado, duro y hambriento.
   Cuando necesitaba comida, la cambiaba por algún artículo que encontraba en los fardos del calderero. Lo mismo cuando se le gastaban las suelas de los zapatos. Jax hacía las cosas a su manera, y se volvió listo y astuto.
   Y entretanto, Jax pensaba en la luna. Cuando creía que ya no podía dar ni un paso más, se ponía los anteojos y la contemplaba, redonda, en el cielo. Y cuando la veía, no taba un lento estremecimiento en el pecho. Y con el tiempo empezó a pensar que estaba enamorado.
   Llegó el día en que el camino que seguía Jax atravesó Tinüe, como hacen todos los caminos. Siguió recorriendo el gran camino de piedra hacia el este, hacia las montañas.
   El camino ascendía y ascendía. Jax se comió el último pan y el último queso que le quedaba. Se bebió hasta la última gota de agua y la última gota de vino. Caminó varios días sin comer ni beber, y la luna seguía creciendo en el cielo nocturno.
   Cuando empezaban a fallarle las fuerzas, Jax remontó una cuesta y vio a un anciano sentado junto a la entrada de una cueva. Tenía una larga barba gris y llevaba una larga túnica gris. No tenía pelo en la cabeza ni calzado en los pies. Tenía los ojos abiertos y la boca cerrada.
   Al ver a Jax, el rostro del anciano se iluminó. Se levantó y sonrió.
- Hola, hola -lo saludó con su clara y hermosa voz-. Te encuentras muy lejos de todo. ¿Cómo está el camino de Tinüe?.
- Largo -contestó Jax-. Y duro, y cansado.
   El anciano invitó a Jax a que se sentara. Le llevó agua, leche de cabra y fruta. Jax comió con avidez, y luego ofreció al hombre a cambio un par de zapatos que llevaba en el fardo.
- No hace falta, no hace falta -dijo el anciano alegremente, agitando los dedos de los pies-. Pero de todas formas, gracias por ofrecérmelos.
- Como quieras -dijo Jax, encogiéndose de hombros-. Pero ¿qué haces aquí tan lejos de todo?.
- Encontré esta cueva mientras perseguía al viento -contestó el anciano-. Decidí quedarme porque este lugar es perfecto para lo que yo hago.
- Y ¿qué haces?.
- Soy el que escucha -respondió el anciano-. Escucho lo que las cosas tengan que decir.
- Ah -dijo Jax con cautela-. Y ¿este es un buen sitio para hacer eso?.
- Sí, muy bueno. Excelente -confirmó el anciano-. Para aprender a escuchar como es debido tienes que alejarte mucho de la gente. -Sonrió-. ¿Qué te trae a mi pequeño rincón del cielo?.
- Busco a la luna.
- Eso es muy fácil -dijo el anciano apuntando el cielo-. La vemos casi todas las noches, si el tiempo lo permite.
- No. Yo quiero atraparla. Si pudiera estar con ella, creo que sería feliz.
   El anciano lo miró con seriedad.
- ¿Quieres atraparla? ¿Cuánto tiempo llevas persiguiéndola?.
- He perdido la cuenta de los años y los kilómetros.
   El anciano cerró los ojos un momento y asintió con la cabeza.
- Sí, puedo oírlo en tu voz. Lo tuyo no es ningún capricho pasajero. -Se inclinó y acercó una oreja al pecho de Jax, Cerró los ojos otro largo rato y se quedó muy quieto-. Oh -dijo en voz baja-, qué triste. Tu corazón está roto y nunca has tenido oportunidad de utilizarlo.
   Jax cambió de postura, un tanto turbado.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó Jax-. Si no te molesta que te lo pregunte.
- No, no me molesta que me lo preguntes -repuso el anciano-. Siempre que a ti no te moleste que no te conteste. Si tuvieras mi nombre, tendrías poder sobre mí, ¿no?.
- Ah, ¿sí?.
- Por supuesto. -El anciano frunció el entrecejo-. Eso es así. Aunque no parece que sepas escuchar, es mejor tener cuidado. Si consiguieras atrapar aunque sólo fuera un poquito de mi nombre, tendrías algún poder sobre mí.
   Jax se preguntó si aquel hombre podría ayudarlo. Aunque no parecía muy corriente, Jax sabía que la suya tampoco era una misión corriente. Si hubiera estado intentando atrapar una vaca, le habría pedido ayuda a un granjero. Pero para atrapar la luna, quizá necesitara la ayuda de un anciano extraño.
- Has dicho que tú perseguías al viento -dijo Jax-. ¿Llegaste a atraparlo?.
- En algunos aspectos, sí - respondió el anciano-. Y en otros, no. Esa pregunta puede interpretarse de muchas maneras, ¿me explico?.
- ¿Podrías ayudarme a atrapar a la luna?.
- Quizá pueda darte algún consejo -dijo el anciano de mala gana-. Pero primero deberías reflexionar sobre esto, chico. Cuando quieres algo, tienes que asegurarte de que eso te quiere a ti, porque si no, pasarás muchos apuros persiguiéndolo.
- ¿Cómo puedo saber si me quiere? -preguntó Jax.
- Podrías escucharla -dijo el anciano casi con timidez-. A veces, eso hace maravillas. Yo podría enseñarte a escuchar.
- ¿Cuánto tardarías?.
- Un par de años -respondió el anciano-. Más o menos. Depende de si tienes un don para ello.  Escuchar como es debido no es fácil. Pero cuando le cojas el truco, conocerás a la luna casi tan bien como te conoces a ti mismo.
   Jax negó con la cabeza.
- Es demasiado tiempo. Si consigo atraparla, podré hablar con ella. Podré hacer...
- Bueno, eso es parte del problema -le interrumpió el anciano-. En realidad no quieres atraparla. En realidad no. ¿Piensas seguirla por el cielo?. Claro que no. Lo que quieres es conocerla. Eso significa que necesitas que la luna venga a ti.
- ¿Cómo puedo conseguir eso?.
-Bueno, esa es la cuestión, ¿verdad? dijo el anciano sonriendo-. ¿Qué tienes tú que a la luna pueda interesarle? ¿Qué puedes ofrecerle a la luna?.
- Sólo puedo ofrecerle lo que llevo en estos fardos.
- No me refería a eso -masculló el anciano-. Pero si quieres, podemos echar un vistazo a lo que tienes.
   El ermitaño revisó el primer fardo y encontró muchas cosas de utilidad. El segundo fardo contenía objetos más caros y más raros, pero no más útiles.
   Entonces el anciano vio el tercer fardo.
-Y ¿qué llevas ahí?.
- Ese nunca he podido abrirlo -dijo Jax-. El nudo se me resiste.
   El ermitaño cerró los ojos un momento y escuchó. Entonces abrió los ojos, miró a Jax y frunció el entrecejo.
- El nudo dice que intentaste romperlo. Que lo forzaste con un chuchillo. Que lo mordiste con los dientes.
- Es verdad -admitió Jax, sorprendido-. Ya te lo he dicho, intenté abrirlo por todos los medios.
- No por todos -dijo el ermitaño con retintín. Levantó el fardo hasta que el nudo del cordón le quedó a la altura de los ojos-. Lo siento muchísimo, pero ¿te importaría abrirte?. -Hizo una pausa-. Sí. Te pido perdón. No volverá a hacerlo.
   El nudo se deslió. El ermitaño miró en su interior, abrió mucho los ojos y dejó escapar un débil silbido.
   Pero cuando el anciano desplegó el fardo en el suelo, Jax dejó caer los hombros. Esperaba encontrar dinero, piedras preciosas, algún tesoro que pudiera regalar a la luna. Pero lo único que contenía aquel fardo era un trozo de madera retorcido, una flauta de piedra y una cajita de hierro.
   La flauta fue lo único que le llamó la atención a Jax. Estaba hecha de una piedra de color verde claro.
- Cuando era pequeño tenía una flauta -dijo Jax-. Pero se rompió, y nunca pude arreglarla.
- Todo esto es admirable -comentó el ermitaño-.
- La flauta es bonita -dijo Jax encogiendo los hombros-. Pero ¿para qué sirve un trozo de madera y una caja demasiado pequeña para guardar nada?.
_ ¿No lo oyes? -preguntó el ermitaño meneando la cabeza-. La mayoría de las cosas susurran. Estas cosas gritan.  -Señaló el trozo de madera retorcido-. Si no me equivoco, es una casa plegable. Y muy bonita, por cierto.
- ¿Qué es una casa plegable?
- Puedes doblar un trozo de papel varias veces hasta hacerlo muy pequeño, ¿verdad? -el anciano señaló el trozo de madera-. Pues una casa plegable es lo mismo. Sólo que es una casa, por supuesto.
   Jax cogió el trozo de madera retorcido e intentó enderezarlo. De pronto tenía en las manos dos trozos de madera. De  pronto tenía en las manos dos trozos de madera que parecían el marco de una puerta.
- ¡No la despliegues aquí! -gritó el anciano- ¡No quiero una casa delante de mi cueva tapándome el sol!.
   Jax intentó juntar  de nuevo los dos trozos de madera.
- ¿Por qué no puedo volver a plegarla?.
- Supongo que porque no sabes -respondió el anciano-.Te sugiero que esperes hasta que sepas dónde quieres ponerla y que no la despliegues del todo hasta entonces..
   Jax dejó con cuidado la madera y cogió la flauta.
- ¿Esto también es especial?. -Se la llevó a los labios, sopló y produjo un trino parecido al de un chotacabras.
   Como todo el mundo sabe,  el chotacabras es un ave nocturna, y no sale mientras brilla el sol. Sin embargo, una docena de chotacabras descendieron y se posaron alrededor de Jax, mirándolo con curiosidad y parpadeando bajo la intensa luz del sol.
- Yo creo que es algo más que una flauta normal y corriente -comentó el anciano-.
- ¿Y la caja?- Jax estiró un brazo y la cogió. Era obscura, y fría, y lo bastante pequeña para guardarla en un puño..
   El anciano se estremeció y desvió la mirada.
- Está vacía.
- ¿Cómo lo sabes, si no has mirado dentro?.
- Escuchando -respondió el anciano-. Me sorprende que no lo oigas. Es la cosa más vacía que he oído jamás. Tiene eco. Sirve para guardar cosas.
- Todas las cajas sirven para guardar cosas.
- Y todas las flautas sirven para tocar música cautivadora -replicó el anciano-. Pero esa flauta es algo más. Con la caja pasa lo mismo.
   Jax miró la caja un momento y la dejó con cuidado en el suelo. Entonces empezó a atar el tercer fardo, con los tres tesoros dentro.
- Me parece que voy a continuar mi camino -dijo Jax.
- ¿Estás seguro que no quieres quedarte un mes o dos aquí? -preguntó el anciano-. Podrías aprender a escuchar un poco mejor. Escuchar es útil.
- Ya me has dado algunas cosas en las que pensar -repuso Jax-. Y creo que tienes razón: no debería perseguir a la luna. Debería hacer que la luna venga a mí.
- Eso no es exactamente lo que yo he dicho -murmuró el anciano. Pero lo dijo con resignación. Como era un oyente experto, sabía que no lo estaban escuchando.
   Jax se marchó a la mañana siguiente, siguiendo a la luna por las montañas. Al final encontró un terreno extenso y llano acurrucado entre las cumbres más altas.
   Jax sacó el trozo de madera retorcido y, trozo a trozo, empezó a desplegar la casa. Tenía toda la noche por delante y esperaba tenerla terminada antes de que la luna apareciera en el cielo.
   Pero la casa era mucho más grande  de lo que él había imaginado, no era una casita de campo, sino una mansión. Es más, desplegarla resultó más complicado de lo que Jax había imaginado. Cuando la luna llegó a lo alto del cielo, todavía le faltaba mucho para terminar.
   Quizá Jax se diera prisa por eso. Quizá fuera imprudente. O quizá es que Jax seguía teniendo mala suerte.
   El caso es que desplegó una mansión magnífica, inmensa. Pero no encajaba bien. Había escaleras que en lugar de subir iban de lado. A algunas habitaciones les faltaban paredes, y otras tenían demasiadas. Muchas habitaciones carecían de techo, y dejaban ver un cielo extraño cuajado de estrellas que Jax no reconocía.
   En aquella casa todo estaba un poco torcido. en una habitación podías mirar por las ventanas y ver flores de primavera, mientras que al otro lado del pasillo, las ventanas estaban cubiertas de escarcha. Podía ser la hora del desayuno en el salón de baile, mientras que la luz del crepúsculo se filtraba en la habitación de al lado.
   Como en aquella casa nada era cierto, ni las puertas ni las ventanas cerraban bien. Podían estar cerradas incluso con llaves, pero nunca podías fiarte. y como era una mansión inmensa, tenía muchas puertas y ventanas, de modo que había muchas formas de entrar y salir.
   Jax no le dio importancia a nada de todo eso. Subió corriendo a la torre más alta y se llevó la flauta a los labios.

   Tocó una dulce canción bajo un firmamento despejado.  No era un simple trino de pájaro, sino una canción que salía de su corazón roto. Era triste e intensa. Revoloteaba como un pájaro con un ala rota.
   Al oírla, la luna descendió a la torre. Pálida, redonda y hermosa, se plantó frente  a Jax en todo su esplendor, y por primera vez en su vida, Jax sintió un atisbo de gozo.
   Entonces hablaron, en lo alto de la torre. Jax le contó su vida, su apuesta con el calderero y su largo y solitario viaje. La luna escuchaba, reía y sonreía..
   Pero al final se quedó mirando al cielo con nostalgia.
   Jax sabía qué significaba aquello.
- Quédate conmigo -suplicó-. Sólo puedo ser feliz si eres mía.
- Debo irme -replicó ella- el cielo es mi hogar.
- Yo he construido un hogar para ti -dijo Jax  mostrándole su enorme mansión con un ademán-. Aquí hay suficiente cielo para ti. Un cielo vacío, para ti sola.
- Debo irme -insistió ella-. Ya llevo demasiado tiempo aquí.
   Jax levantó una mano como si fuera a agarrarla, pero se detuvo.
- Aquí podemos tener el tiempo que queramos -dijo-. En tu dormitorio puede ser invierno o primavera, según lo desees.
- Debo irme -dijo la luna mirando hacia arriba-. Pero volveré. Soy inalterable. y si tocas la flauta para mí, volveré a visitarte.
- Te he ofrecido tres cosas -dijo él-, Una canción, un hogar y mi corazón. Si quieres irte, ¿por qué no me ofreces tres cosas a cambio?.
   La luna, desnuda, rió y extendió los brazos mostrándole las palmas de las  manos.
- ¿Qué tengo yo que pueda regalarte?. Pero si pudo dártelo, pídeme y te lo daré.
   Jax tenía la boca seca.
- Primero te pediría una caricia de tu mano.
- Una mano estrecha la otra, y te concederé lo que me pides.
   Estiró un brazo y lo acarició con una mano suave y fuerte. Al principio parecía fría, y luego maravillosamente caliente. A Jax se le erizó el vello de los brazos.
- Después te suplicaría un beso -dijo-.
- Una boca saborea a la otra, y te concederé lo que me pides.
   Se inclinó hacia Jax. Su aliento era dulce, y sus labios, firmes como una fruta. Aquel beso le cortó la respiración a Jax, y por primera vez en su vida, en su boca asomó un amago de sonrisa.
- Y ¿cuál es tu tercera petición? -preguntó la luna. Tenía los ojos obscuros e inteligentes, y su sonrisa era sincera y cómplice.
- Tu nombre - suspiró Jax-. Así podré llamarte.
- Un cuerpo... -empezó la luna avanzando con ansia hacia Jax. Entonces se detuvo-. ¿Sólo mi nombre? -preguntó deslizando una mano alrededor de la cintura de Jax-.
   Jax asintió.
   La luna se le acercó más y le susurró al oído:
- Ludis...
   Jax sacó la cajita negra de hierro, cerró la tapa y atrapó el nombre de la luna.
- Ahora tengo tu nombre -dijo con firmeza-. Así pues, tengo dominio sobre ti. Y te digo que debes quedarte conmigo eternamente, para que yo pueda ser feliz.
   Y así fue. La caja ya no estaba fría. Estaba caliente, y Jax notaba el nombre de la luna dentro, revoloteando como palomilla contra el cristal de una ventana.
   Quizá Jax cerrara la caja demasiado despacio. Quizá no la cerrara bien. O quizá sencillamente tuviera tan mala suerte como siempre. Pero al final sólo consiguió atrapar un trozo del nombre de la luna, y no el nombre entero.

   Por eso Jax puede tener para él la luna un tiempo, pero ella siempre se le escapa. Sale de la mansión rota de Jax y vuelve a nuestro mundo.  Aún así, él tiene un trozo de su nombre, y por eso ella siempre debe regresar a su lado.
   Y por eso la luna siempre cambia. Y ahí es donde la tiene Jax cuando nosotros no la vemos en el cielo. Jax la atrapó y todavía la guarda.

martes, 1 de septiembre de 2015

Fuego

Hace mucho tiempo nací del golpe entre dos rocas. Caí, pequeño y nervioso, a unas hojas secas rodeadas de piedras. Me abracé a una de ellas con fuerza. Era joven y temerario, y corrí por sus fibras, la mordí, absorbí su ser y crecí. 
Cambié del amarillo al naranja, y consumí esa hoja. Había otras a los lados, debajo también había algunas. Las quería todas, todas para mí. Apenas había acabado con una, que estaba empezando con otra, y otra, y otra...
Cambié del naranja al rojo. Rojo que acababa con todo y quería más. Un simpático hombre que acercaba sus manos a mi cuerpo bermellón tuvo la bondad de poner a mi alcance algunos trozos de madera dignos de un festín. Podría haberlos comido poco a poco, podría haberlos lamido con más decoro, pero no podía parar. Acaricié esos trozos de madera con mi flamígero ser, y oscurecían, crujían, se consumían, y se volvían humo. 
Me crecí. Crecí demasiado y seguí extasiándome con tan ricos manjares que dejaban de ser suficientes. Quería más, necesitaba más y nadie me lanzaba madera, ni siquiera una hoja... 
Empecé a menguar, encogía poco a poco. El rojo se convirtió en naranja, me abracé a una ramita y se consumió. El naranja pasó a ser amarillo, y me agarré a la vida mordisqueando una hoja. Era tan pequeño como al principio, pero ya no había nada, tan solo un desierto de arenas grises. Pasé del amarillo al gris del humo que quedó y las cenizas con las que escribo.

Viento

Me cansé de esa nube. Suelo cansarme de todo. Me canso de soplar las velas de los barcos para llevarlos a tierra, de girar molinos... Ya no estaba inspirado como para esculpir en algodón, y despeinar a las doncellas enamoradas no me parecía tan gracioso. Había perdido las ganas de soplar, y todos lo notaron.
Sin embargo, un día la vi, reinando un árbol cerca de un acantilado que daba al mar. No reinaba en lo alto. Ni estaba en las ramas bajas para que cualquier animal la cogiera. No sobresalía, pero a la vez podía verla a la legua.
Esa tarde de verano, con el sol tapándose en la mar, sople con más fuerza que nunca, y me llevé al menos un centenar de hojas. La perdí un segundo. Solo un segundo en la caída al mar.
La cogí y la envolví en mi abrazo etéreo, acaricié su suave borde y ascendimos en el cielo. Desde atrás nos seguían algunas hojas empujadas por mi exceso de fuerza. Era una mezcla de índigo, verde y bermellón.
Poco a poco las demás se fueron separando de nosotros y cayendo al mar, pero yo me preocupaba solo por ella, y la llevaba rumbo al sol.
Tal como el día fue acabando por mucho que persiguiéramos al sol, por mucho que la levantase acabaría ella cayendo. Yo ya lo sabía. Siempre pasaba. No pude más que dedicarme a la despedida, y con sumo cuidado, entre mis volátiles brazos, la acuné, y la fui bajando entre caricias, tratando de memorizar sus fibras. Por último, cuando no quedaba mas de un palmo para tocar el mar, la acerqué a mis labios, y con alta sutileza, la besé, y salió volando, despedida hacia el sol. Me quedé allí un rato, observando como giraba sobre el mar, y caía poco a poco. Luego seguí su navegar durante unos minutos. Soplé, y las olas se la llevaron; y me fui a jugar con las nubes, y a despeinar doncellas.

Luna

La noche cayó sobre sus hombros, y asomó la Luna. Media Luna que puede ser el universo, o ser solo una sonrisa.
El amor a lo desconocido que mueve el mundo, devoción por la aventura. Aventuras de papel, que se queman y tornan en humo. Humo que quiere vivir una aentura real, y asciende... Sube por su pelo, que es la noche, y besan a la Luna.
La Luna esconde un secreto.

Estaciones

Invierno
A oscuras. Rodeados entre sábanas. Risas nerviosas. Nuestros fríos pies se buscan para enredarse.
Me pego a ella. La abrazo. Solo se me ocurre besarla. Me invade su leve perfume y siento la necesidad de volver a besarla.
Está desnuda, acaricio su costado y beso sus labios, su aliento huele a manzanas. Me inunda.
Bajo por su cuello. Sumerjo la cabeza en las profundidades de las sábanas. Beso su clavícula, uno de sus pechos, su costado, su ombligo... Me acerco peligrosamente a "sus otros labios". En gesto travieso solo los rozo con la punta de la nariz.
Hago el mismo camino hacia arriba, beso sus labios de nuevo. Sexo suave entre las sábanas. Yo encima. La abrazo, me abraza con los pies, nos fundimos. La habitación se llena de gemidos que van en crescendo.
Desentonan dos gemidos mas fuertes, se transforman en jadeos, en te quieros, en un beso. Acaba en un "Buenas noches, cariño."


Primavera.
Despertamos temprano, el sol ya ha salido y se respira un aire cálido. Huele dulce.
Tortitas, café, mermelada. Picnic en la cama. La despierto con un beso, le sonrío de la forma más sincera posible. Su beso venía acompañado del típico aliento matutino, pero es suyo, y me sabe dulce.
Juego a vestirle de caricias, ella juega conmigo. Vamos al jardín. Regamos las flores. Llega la tarde y tras comer mis manos rodean su cuello y las alterna en un masaje con besos. Su corto pelo marrón huele demasiado bien a ese shampoo.
Giro su cuerpo con cuidado y la contemplo. Es hermosa, se ve en mis ojos, me acerco a ella, la abrazo, le beso, nos fundimos.


Verano.
Ojos pardos. Ojos pardos que anochecen. Estrellas en sus ojos pardos.
Me libero del encanto de sus ojos pardos y miro alrededor: oscuro. Solo brillan ella y las estrellas, que salpican un cielo azul eléctrico perfecto, sin nubes.
Pero ese paisaje me da igual. Sus ojos miran al cielo y yo la miro a ella. No veo la luna desde aquí. brilla su rostro, claro y salpicado por unas pocas (las justas, me atrevería a decir que la cantidad perfecta) pecas. Forman constelaciones fantásticas.
Constelaciones.. Claro, sus ojos son Sirio y la estrella polar entonces, los más brillantes.
Sigo mirándola, y a través de sus ojos veo una estrella fugaz.
"Pide un deseo" susurro, ella me mira.
"Ya está" sonríe, y esa sonrisa es la luna, ya la veo.
"Qué es?" Digo intentando ocultar parte de mi curiosidad,
"Me ayudas a cumplirlo?" Sin pensarlo sonrío y asiento.
Me besa, estoy en el cielo.


Otoño.
El sol se pone. Cielo bermellón. Las hojas caen a fuera, muriendo, y dentro de casa cada uno está en un sillón. Frente a la biblioteca, cojo un libro. Ella me imita. La miro, sigiloso. Me mira y aparto la mirada. No quiero que esto acabe aquí.
Tamborileo nervioso con los dedos. Me levanto. Me mira. Cierra el libro. Cojo sus manos y tiro de ella, levantándola. La abrazo. Mis labios piden disculpas sobres los suyos.
Me separo de ella, la miro. Le dedico mi más tierna sonrisa. Casi se me escapan unas lágrimas. Me besa. La beso. Nos besamos largo y tendido. Solo ocupamos un sillón. Está encima de mí. Acaricio su espalda y sonrío. Sus labios juegan con los míos. Saben a manzana, huelen a café.
Está decidido. Mañana tiro un sillón.

Tic, Tac, Tic...

Tic, tac, tic, tac...
Sonidos de bolígrafo escribiendo, el ruidito de la tiza chocando contra la pizarra mientras una voz, vieja y cansada, explica no se qué de la Unión Europea, hace frío...
Tic, tac, tic...
Quedan cinco minutos, se oyen cerrarse varios libros y cuadernos, voces en los pasillos. Se oye una voz cansada sobre las demás, que murmuran excitadas. Manda cosas que hacer, cosas que nadie hará.
Dos minutos, ruido de sillas, voces, gente correteando en el pasillo.
Un minuto. No hace frío, soy el frío. Tengo el corazón congelado, mi sangre es escarcha y duele, me corta.
¡Riiiiiing! Suena la campana, se abre una puerta, el ruido me inunda y me pierdo en mi silencio.

Sentencia

Soliloquio a finales de Marzo de 2014

¿Y ahora qué? Han encañonado mi nuca, y el percutor está armado. Sin embargo, no me preocupa mi vida, no me preocupa si muero hoy o mañana, pero, aun así las lágrimas corren por mis mejillas. No me importa que me espera al otro lado, pues estoy dispuesto a pagar con cualquier moneda los pecados de mi alma miserable, me da igual servir a Dios o al diablo. Lo que de verdad temo y llena mi corazón de angustia es lo que dejo atrás. ¿Qué será de mi familia? Mi padre hace años que se fue a donde me dirijo, mi madre está enferma y ya nadie podrá conseguir remedios para calmar su dolor, pues solo queda mi hermano, un niño risueño que siempre me tomaba como ejemplo a seguir, ¿Qué camino tomará ahora que no puedo guiarle?
No obstante, hay algo más que hace latir mi corazón, algo que me aferra a la vida aunque vaya a perderla en un instante. Mi querida, ¿Dónde estarás ahora? Si pudiera pedir algo, sería volver a ver tus labios, para poder besarlos una vez más. Querría que te llegasen mis palabras y decirte que te amo por última vez, pedirte que sonrías, y agradecerte todo lo que hiciste por mí. ¿Cómo puede ser? Pensar en ti me hace sentir tan vivo a pesar de que el gatillo está siendo apretado por el dedo de la Muerte. Ya que voy a morir... Quiero morir sobre tu pecho.